Hay
sitios neutrales. Un bar lo es. Allí los ogros y las brujas dirimen sus
tribulaciones y desacuerdos infinitos. Los poetas creen verse reflejados en los
mármoles mugrientos y los espejos envejecidos. Los solitarios simplemente
degustan su condición con más o menos entereza, o sabiduría. Algunos la tienen.
Las ideas, colgadas de palabras a veces no muy apropiadas sobrevuelan las
testas de los intelectuales, y reposan finalmente con languidez sobre las copas
y tazas de café ya definitivamente vacíos. No es tu casa, ni la mía. Es un
hogar común, circunstancial. Neutro. En esa neutralidad me recuesto de tanto en
tanto a revisar los bolsillos del alma. Y entre pelusas antiguas y alguna
moneda sin valor; entre los restos de una galleta molida, y el escombro auténtico
de un sueño cobarde, descubro un algo, una cosa, para mi importante. Aunque
solo sea por un rato. Como quién juega con su moco. Lo estira, lo aplasta, lo
hace bolita, y luego, aburrido lo arroja por ahí. Para que caiga donde caiga.
Para algunos es algo trascendente, digo, el moco de su alma. Para otros
simplemente eso. Unos describen su moco como el gran hallazgo filosófico. O
místico. Se reverencian ante su moco, ya aplastado, ya hecho bola. Yo también
me maravillé muchas veces de haber encontrado, como la piedra fundamental, un
moquito de mala muerte entre la herrumbre inconfesable de mis entrañas. Lo que
tiene mérito, sí, y lo digo por otros, es que hurguen en sus fondos. Al menos
cada tantos años. No está mal. ¡Qué va a estar mal! Así hubo quién escribió, no
sé, La Divina Comedia, por ejemplo. Pedazo de moco encontró el Dante. ¡Lo que
debió ser su alma! Dios la tenga en un buen círculo, que se lo merece el tipo.
Busqué
un bar, y a conciencia de todo esto, lo de la neutralidad y los mocos, me
encaré de una vez por todas con los demonios. Los míos. Me seguían a sol y a
sombra. Más a sombra. Ni mear solo. Es muy curioso como ponen caras de
angelitos en cuanto los enfrentas. Pero lo más llamativo es ver en sus caras
las nuestras. Y no es que pienses matarlos. Imposible. Simplemente le extiendes
una nota de despido. Gracias –o desgracias- por los servicios prestados. Porque
fueron útiles. En algunos aspectos sirvieron a un fin. Aunque sea al nuestro.
Volví, exclamé para mis adentros, allí en donde también se alojan moquitos.
Supe que más de un demonio acabaría siendo otra bolita arrojada a la nada.
Fue un
alivio, en parte. No todo queda intacto. Más bien lo contrario. Y es natural
que si vas de paseo por el infierno –o de paso-, acabes con demonios pegoteados
por todos lados. Como abrojos. Aunque no siempre llegamos a descubrir cuántos
llevamos encima. Al igual que los parásitos en la panza de ciertos peces
oscuros y trashumantes.
A la
distancia una bruja y un ogro, luego de una agria y contenida disputa, entrelazaban
sus manos. Hasta les brillaban las miradas. Al menos eso me pareció. Después
oí, cuando se marchaban, un susurro de reproche y uno de ellos empezó a menear
la cabeza. Quizá uno de mis demonios, aún activo, trataba de distraerme de la
tarea esencial que me había propuesto: volver. No lo conseguiste, salame, demonio de tres al
cuarto. Volví. Estoy de vuelta.
Estoy
de vuelta.
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