El listado de islas insoportables es tan extenso como las
distancias de éstas a otras más apacibles. Que además son muchas menos, por
supuesto. Aunque son menos aún las placenteras. El dilema, la encrucijada, es
como hacer de la isla actual, la cotidiana, un sitio que no deseemos abandonar
cada noche. Aunque acabe quedando, de todos modos, perdida en el océano que
navegamos. O bogamos.
LA ISLA ACTUAL
Nuestros demonios luchan por gobernar todos los recodos, y
en esa batalla se “matan” entre sí. Cosa
que nos da de tanto en tanto un resquicio de luz, esos instantes, como ráfagas,
en los que creemos que todo es posible. Que nuestros deseos pueden cumplirse
sin más, con el solo impulso de nuestra voluntad. Eso me sucede a menudo, lo
que me lleva suponer, primero, que la refriega entre mis demonios es incesante
y despiadada –a veces escucho ayes dentro de mi, y en algunas ocasiones me
salen esos quejidos por la garganta como un eructo, y otras por la nariz en
forma de estornudo-. Segundo: Que mis deseos y mi voluntad tienen un conflicto
aparte. Y tercero: Que al menos tengo suerte en percibir esas ráfagas.
Lo de que se “matan” (los demonios), está adrede
entrecomillado. Nunca se matan. Siguen y seguirán a garrotazos brutales como
aquellos del “Duelo a Garrotazos”, de Don Francisco de Goya y Lucientes. Pero
imaginemos a unos cuantos y el cuadro es verdaderamente pavoroso. Pero no se
matan. Como mucho quedan atontados por una temporada. Aunque siempre es mejor
que se entretengan entre ellos. Que se rompan los cuernos.
La isla actual tiene todos los elementos y condimentos de
las demás islas pero en proporciones variables, y cuando agotan sus momentos
las escenas, con sonidos y olores incluidos, van a parar a sus respectivas
orillas, y de ahí a las calles y barriadas de sus correspondientes islas, donde
se archivarán sus diálogos en inmensos tinglados en los cuales se almacenan inútilmente
miles de voces sin distinguir entre tonos graves y tonos agudos, ni entre
propios y ajenos; ni los de mujer u hombre. Es un barullo como los que suelen
desvelarnos en los pantanos de la madrugada. Así se repartirán y esparcirán las
traiciones de ayer; las vergüenzas de hace un rato; los sueños de anoche y los
de esta tarde; los miedos y las culpas; la furia y el anhelo…Cada cosa a un
sitio que visitaremos un día desde una futura isla actual.
(Ya veré en qué isla me volveré a encontrar a María, a
Antonio, a Angela, a Inés…)
Este círculo imperfecto de islas; este reguero de espacios y
momentos diseminados en el mar nuestro de cada cúmulo de latidos me recuerda de
algún modo a Cortázar –en otra isla mía, lejana, llena de personajes huidos, o
emancipados de sus amos, como aquel rengo de Roberto Arlt, el de “El juguete
rabioso”, al igual que su traidor). Julio escribió aquello de “La vuelta al día
en ochenta mundos” –jugando con aquel título de su tocayo, Verne. Lo del Argentino
es un metáfora maravillosa que deja al original en lo es, una entretenida
aventura. Nada más. Nada menos.
La isla actual, por ser justamente eso, actual, parece más
que una isla. Más bien un continente. Solo el tiempo le dará su tamaño
específico. Deshilachada como un tejido corrupto, se desgajará y adelgazará,
comprimiéndose hasta quedar hecha un pequeño territorio poblado por espectros
entre los que podemos encontrarnos, ya como drama o parodia, o simple
exaltación de los rasgos más burdos de nuestra naturaleza, la única cosa que no
cambia de isla en isla. Un instante que fuimos. Un puñado de palabras, un
sonrojo, unas lágrimas…algún beso. Quizá uno que vale por muchos que dimos
rutinariamente. Uno que buscamos sin recordar en qué casa de qué barrio, de qué
isla, dejamos como un tesoro. O amuleto contra los demonios que suponíamos nunca
dominarían nuestra existencia. Un beso como el eslabón perdido de la pasión más
genuina. E ingenua.
Un beso que tal vez solo fue el deseo de un beso, el sueño
de un beso. Una isla sola para un beso.