Ahí, en ese mar de la existencia consumada (o consumida, o devorada),
existen islas; algunas despobladas –ya extinguidos los últimos seres que
agitaban sus lejanos días-, y otras aún bulliciosas. O simplemente serenas en
la melancólica puesta de sol permanente.
A nado entre unas y otras buscamos reposar luego de la
travesía, y encontrar, de ser posible, una voz o un objeto al menos que nos
confirme la veracidad aproximada de un destino: el propio. Como si un cometa se
volviese sobre los fragmentos de su cola diseminada para reconocer algo del
universo transcurrido.
Islas de playas breves. Otras cercadas de peligrosos
manglares de pasiones tan densas que solo el afán de morir allí puede
justificar que nos internemos con dificultad entre su enredadera. Islas de
susurros que se funden con el aire tibio e incierto de su intemporal jornada.
Islas de un luto insoportable. O de una algarabía irreconocible.
Es ese mar casi siempre encrespado, continuamente caótico,
entre una isla y otra, quien verdaderamente nos acaba arrojando en una de las
orillas. Los viajes son por lo general, nocturnos. Y sin más equipaje que la
soledad que se ajusta como un traje de neopreno. Suficiente. Más peso nos
llevaría inevitablemente al fondo. Y en ese fondo quién sabe.
Hay quienes prefieren quedarse para siempre en una de esas
islas, y apagarse laxamente junto al resto de pobladores o ausencias. Hay islas
que solo poseen eso, ausencias.
En ocasiones la cercanía de éstas a otras, confunden al
viajero con voces que esparcen las ondas marinas y los aletazos de fantasmales gaviotas.
Aparentan ser islas circunstancialmente deshabitadas cuando nunca han sido otra
cosa. Tal vez pertenecieron a un proyecto, o a un sueño. O se inventaron a si
mismas copiando el deseo de otras, el ansia de repetir un espacio aparentemente
feliz. Y solo lograron el esquema, la arquitectura y el paisaje. Nada más. En
alguna quizá se encuentra un tesoro, que poco tiene que ver con la juventud,
más bien todo lo contrario. Y en otra una enorme ruina.
Somos náufragos constantes. Incorregibles.
Y los demonios flotan.
Hacen lo que hacen los demonios: jugarretas, mofas;
canturrean y murmuran; se hacen los muertos. Al llegar a una de las orillas
solo ellos, a veces, nos dan la bienvenida. Después de haber ido todo el
periplo a nuestro lado. Pero es cierto que en eso, también a veces, se agradece
su compañía. Somos sus creadores, al igual que creamos las islas, los parimos a
ellos. Son…como hijos. Y los queremos sean como sean. Son nuestra canción y
nuestras lágrimas.
Son como los fragmentos que arrastra el cometa, junto a las
islas. Un solo cuerpo dentro del nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario