La de los sueños es una de las islas más frecuentadas. Allí
se levantan y desmoronan como castillos de naipes transparentes y multicolores
infinidad de pretendidas vidas, anheladas ilusiones e insatisfacciones;
escaparates y espejos en donde se reflejan las ansias y angustias de todas las
edades. Ciudades enteras, países. El mundo todo de ese momento.
En sus avenidas circulan brillantes automóviles a gran
velocidad, y se esfuman en el aire como una visión. Se arman y desarman escenas
de amor, de logros y éxitos. De una euforia vibrante y contagiosa. Se ven a la
distancia hogares de los que nos llega un aroma a especias y verduras rehogadas
que despiertan el apetito. Y Se oye un rumor de voces apacibles que invitan a
sobremesas con un prometedor café y una porción de tarta recién horneada. Y melodías
nunca oídas que se renuevan constantemente. Hasta los demonios pierden la mueca
de malicia y observan fascinados el paisaje como niños dentro de un fulgurante
parque de diversiones.
Allí nos cruzamos con quienes nunca nos amaron y nos guiñan
el ojo sugestivamente. Y a los que nos odiaron con un gesto de disculpas. Y a
muchos criminales exhibidos en pelotas ante una muchedumbre jocosa. A
represores encarcelados en prisiones inenarrables. A dictadores fusilados una y
otra vez hasta el infinito.
Encontramos a aquellos muertos felizmente sanos y
sonrientes, acercándose con ansia para contarnos lo maravilloso de la vida. Y a
vivos despreocupados de la certeza de la muerte.
Como en un multicine se proyectan en incontables salas al
aire libre, películas en las cuales somos los actores protagónicos. Y solo en
cada una se nos iría la existencia contemplado las historias tan laboriosamente
escritas por la imaginería febril del niño y el adolescente, y del adulto
después, con algo más de barroquismo.
Deambulamos entre las pantallas y la misma realidad de
fantásticos relieves hasta sentir en los labios los besos que una vez añoramos.
La brisa tenue de tanto en tanto nos nombra con una vocecita irreconocible pero
familiar, llena de ternura.
Miramos a la gente ir y venir de sus trabajos con una
actitud alegre. Esperanzada.
Y los barrios mutan su fisonomía según nos acercamos, las
casas lejanas dejan de ser simple arquitectura y se convierten en los hogares
diseñados por el deseo. O la desesperación.
Es tan subyugante aquel ambiente que podríamos quedar
atrapados para siempre, con nuestros demonios. Alguno de ellos suele ser el que
nos rescata, ya sea por aburrimiento, o para fastidiarnos.
A veces cuando despertamos en medio de la noche, agitados y
empapados de sudor, en verdad no es sudor, son los vestigios de ese mar que
atravesamos, frenéticamente, de regreso de una de las islas.
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