No siempre elegimos las islas, muchas veces (digamos en un
noventa por ciento), nuestras visitas son involuntarias. La isla viene a
nosotros hasta confundirse con la actual. Entre las más peligrosas, o al menos,
inseguras para uno y sus demonios -porque convengamos que no es “uno y sus
circunstancias”, es uno y sus demonios-, son las siguientes:
La de la frustración,
una isla poblada de caras largas y pasos cansinos. El ruido de pasos
arrastrados se oyen desde el mar, y en medio de ese sonido agobiante se
distinguen las voces penosas saturadas de arrepentimientos, cuando no de
resentimiento o bronca. Los cierres de los locales insinúan una batalla perdida
de antemano y en sus portales los camareros y los parroquianos solo cruzan
palabras amargas de hechos decepcionantes. El cielo grisáceo nunca augura nada
bueno y solo queda esperar una respuesta negativa. Sobre cualquier cosa.
La de la culpa. Es un peregrinaje por parajes en donde nos
infligen con dardos desde la llegada misma a sus playas, un agudo dolor en
sitios que no podemos determinar pero duelen hasta la náusea. Estas playas no
son de arena, no, son de piedras puntiagudas. Todo, hasta el aire espeso que
acaba dañando la garganta, es un continuo martirio. ¿Cómo llegamos ahí? Pues
como dije al comienzo, simplemente nos encontramos en sus tierras al igual que
en las fauces de un león, porque saltamos de isla en isla, o ésta, la de la
culpa, viene a nosotros y nos devora.
Allí vemos gente dándose la cabeza contra las paredes, otros tratando inútilmente
de cortarse las venas o buscando un oído en donde descargar sus conciencias o
justificar sus males. Escapar de esta isla es una de las tareas más complejas
en la que podemos vernos envueltos. Con demonios y todo.
La de las traiciones.
En apariencia un paisaje tranquilo, nada hace presagiar un golpe artero. Y es
precisamente la isla ideal. La gente sonríe amablemente y las palabras amorosas
no sugieren nada perverso, son eso, amorosas. Alguien pasa y te palmea la
espalda y te inunda de halagos absurdos y desmesurados. Las miradas parecen
amigables y se ofrecen dispuestas a oir una confesión. Todo se insinúa fiable,
familiar y sin embargo al marcharte siente en la espalda un peso increíble. Te
alejas de allí con el lomo hecho un erizo, lleno de puñales de todos los
tamaños y formas. Y los demonios colgados de las empuñaduras.
La de la vergüenza.
Ajena y propia. Andar por sus caminos, siempre súper poblados, supone una
incomodidad extra a la ya de por sí incomoda sensación del sonrojo permanente y
calores que suben a grados insufribles. Meteduras de pata, exhibiciones
innobles, incontinencias verbales exasperantes, y exabruptos tan desmesurados
como innecesarios. Exposiciones y discursos dominados por la euforia, la
ignorancia, o simple y desagradable vanidad. Volvemos tostados como si nos
hubiésemos dormido al sol a cuarenta grados. Y solo de frente. Y sin ningún tipo
de crema bronceadora. Los demonios como camarones, y partiéndose de risa.
Esta noche creo que buscaré una isla a la que he ido pocas
veces. Si los demonios no disponen otra cosa. Esta noche trataré de visitar la
isla de la fe perdida. Ya ni me acuerdo, pero creo que estaba al sur. Muy al
sur.
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