Con o sin fantasma de las
navidades futuras. Aunque generalmente el fantasma es el de las navidades
pasadas. Bastante más tenebroso que el de Dickens. Un fantasma demasiado
material, palpable, y sobre todo decisivo a las horas sensibles de la noche del
veinticuatro.
En Argentina es verano. Hace
calor. Mucho calor. Y el olor a pólvora de la pirotecnia se mezcla con el humo
de los asados, impregnando los rostros sudorosos de los niños que combaten la
ansiedad del soñado regalo de Papá Noel, haciendo estallar cohetes, y
correteando como posesos de acera a acera. Los padres sudan también, pero por
otros motivos. Son tiempos de muchos gastos y pocos recursos. O recursos
acumulados que se tendrán que dividir en regalos, alimentos, bebidas, y luego,
tal vez, vacaciones. Pero la euforia, o más bien la excitación, propia y ajena
por la llegada de las fiestas consigue, ahí sí, de un modo milagroso, disipar
la preocupación de lo cotidiano. Y la bebida ayuda, más si es en cantidad. A
veces tanto que algunos ni siquiera se enteran, a las doce de la noche, del
brindis. Brindaron durante todo el día, y a la noche llegan con un fastidio que
acaba desatando todo tipo de trifulcas y discusiones poco adecuadas para la
ocasión. Y si a eso sumamos las ausencias, recientes o antiguas, o las visitas,
recientes o antiguas, poco deseables, tenemos un coctel, que ni el peor “clericó”.
Indigestión, mínimo. Mala cosa.
Una noche, en Neuquén –también hace
un calor potente-, después de brindar en casa de mi madre me dispuse, como
hacíamos siempre con la pandilla, a recorrer casas con la excusa de ir a
saludar –y atiborrarnos de otras comidas y sobre todo bebidas-. A la vuelta de
una de ellas, a eso de la una de la madrugada, vi pasar a mi madre y a otros
parientes, acarreando, como una peregrinación, tocadiscos, bolsas de comidas,
sillas. Hasta el perro. Una hilera penosa que se apuraba para llegar a otro
sitio. Volvían de la casa de un tío mío en donde el jolgorio duró poco más de
treinta minutos. Alguien sacó a relucir un tema espinoso que en segundos se
convirtió en un verdadero aquelarre. Y allí iban, todos fastidiados. Pasé por
enfrente de la vivienda de marras y ya estaba completamente a oscuras. A dormir
todos ¡carajo! Yo seguí con mi propia peregrinación, con objetivo final la
discoteca. Fue uno de los tantos acontecimientos “religiosos” que me tocó vivir
en esas noches de profunda fe cristiana.
Claro que eso empezó a suceder ya
cumplidos mis catorce años. Que comencé a ir a mi bola. Hasta entonces estaba sujeto a los
avatares del hogar familiar, exclusivamente. La tensión y la expectativa de la
llegada de la medianoche, con el arbolito navideño parpadeando en un extremo de
la cocina, o del salón, dependiendo del humor paternal; los paquetitos debajo de
éste, colocados de un modo arbitrario, a veces con ilusión, otras con desdén, y casi siempre, para mis deseos poco realistas
–eran deseos-, con el regalo menos imaginado. Al punto, recuerdo una noche en
particular, para desaliento de mis padres, en la que al desenvolver mi
paquetito me llevé una desilusión tan grande que agarré un martillo y lo partí
de un solo golpe. Al regalo. Un cubo de plástico transparente, con varias
celdillas internas y una bolita de metal que debía ir pasando de un lado a otro
según lo girase. ¡¿Eh?! ¡Papá Noel y la puta que te parió! ¡Un cochecito! ¡Que
te pedí un cochecito!
Pobres mis viejos. Creo que
quisieron regalarme algo sofisticado. Diferente. Raro.
O lo que pudieron. Qué se yo. Para
sorprenderme, tal vez. Y lo lograron. Justo una navidad en la que ellos, mis
padres, estaban por así decir, en armonía. Que ya era en sí mismo todo un
regalo. Hasta se los veía muy unidos, al menos de acuerdo en una cosa: darme un
sonoro regaño por ser un crío desagradecido. Y les serví de tema de
conversación por un buen rato. Aunque todo eso no me importaba, en esos momentos
solo pensaba que al otro día, por la mañana, no tendría nada que enseñarles a
mis amiguitos del barrio. A esos pibes tampoco les importaría que al menos mis
padres no se habían peleado.
Crecí con una idea fija: no me pienso casar nunca.
Hasta se lo dije a mi padre, una tarde. El se rió. Sabía. Claro que sabía. Esas
cosas suceden a pesar de uno. Es más, uno no sabe hasta cuánto desea que
sucedan. Como las navidades.