Lo curioso de estas islas es que no guardan, por lo general,
un orden cronológico. Están desperdigadas de un modo arbitrario, casi adrede.
Así es que es posible que al arribar a una de esas orillas uno se tope con
fantasmas indeseables y se sorprenda de la antigüedad de sus nostalgias. Aunque
lo verdaderamente alucinante es la confrontación de estos espectros con
nuestros demonios actuales. Un auténtico aquelarre coronado con un estruendoso
parloteo infame. Jaleados por unos y
otros, tironeados hasta la extenuación, a veces, revive en nosotros un dulce
aroma de panadería que se deshace como una voluta de humo dejando tras de sí
otro más ácido y penetrante que poco a poco se convierte en un simple olor a
pelo chamuscado. Y es volver de allí y sentir en el paladar un arenoso gusto a
refrito de cosas. Por no hablar del ruiderío aún persistente, aunque lejano,
como los que deja una indecente discusión de padres en la agonía de su
matrimonio.
Hay viajes más placenteros pero de tanto frecuentarlos van
perdiendo el encanto. En esos, los demonios retozan aburridos después de
recorrer con resignación todos los páramos sin hallar ni un metro cuadrado de
conflicto. Son sitios serenos en los que tumbados en la arena cerramos los ojos
con una beatífica sonrisa infantil al saber que se aproxima un flan mixto. Por
ejemplo. El mismo de los viajes anteriores. Siempre el mismo. Pero no importa,
sabemos también que siempre será exquisito. Y para qué tentar a la suerte. Todo
lo contrario que lo que sucede en los meandros de otras islas: no queremos
saber que traerá el caldo oscuro que nos sirven a regañadientes, y siempre es
peor.
Más allá –o más aquí-, de la mano, o dándose garrotazos con
la comida, el sexo. Islas donde la erección es sinónimo de naufragio. Es el
alimento y la bebida; la ración abundante y la escasa. No hay otra cosa. Ni
deseo de otra cosa. Ni hartazgo de otra cosa. Nos espera el sexo y nos despide
el sexo. Con quien toque. La isla encontrada posiblemente no tenga amor. Pero tampoco
le echamos de menos. Es una refriega exultante y húmeda, desenfrenada. Una
maratónica sucesión de equilibrios y combinaciones a un ritmo frenético. Hasta
los demonios se quedan absortos sin saber para que lado correr.
Y vuelven agotados de tanto hacerse la paja.
Todos vamos y volvemos de las islas, constantemente.
Visitamos unas más que otras; nos rencontramos con fulanas y fulanos que nos
hablan sin un antes y sin un después, todo es siempre ahí en ese instante. Un
presente que nos es imposible romper con el relato del otro presente del que
acabamos de huir. Es aceptar que el libreto de esa obra ya está escrito y solo
nos queda repetir una y otra vez el parlamento instituido. Ese es el pacto. La
norma.
Aun así, con el susurro de los demonios, por el momento
insoportable como el zumbido de los mosquitos en medio de la noche estival, nos
dirigimos a esas costas, por voluntad propia o escupidos por el mar que las aúna,
y de tanto en tanto, muy de tanto en tanto, los demonios se pierden entre el
oleaje y extenuados boca arriba en la playa, abrimos los ojos y ahí está: es la
mirada más dulce del universo y la sonrisa más sincera de todas las ciudades
que hallamos conocido. Y solo deseamos que dure. Que se quede la escena como un
cuadro. Que eso sea, al fin, la eternidad.
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