Cada cual recordará este día, o el
de ayer, como un día de desgracia. Aunque no sepa muy bien por qué. Quedará en
su memoria un luto extraño, un recuerdo ambiguo ensombrecido por una tristeza
común. Pero no olvidará este día. O el día de ayer. Periódicos de todo el mundo
resaltan en todas sus portadas el momento. Como lo hicieron con el señor
Mandela. Como no lo han hecho ni lo harán por tantos millones de personas que
han sido simplemente eso: personas. Los cientos de muertos en Siria serán
simplemente eso: cientos. En Siria, Singapur, Malasia, Chile, México, Túnez,
Costa de Marfil…en Colombia. Ni muertos
por enfermedades desconocidas, ni muertos a tiros. O machetazos. Ninguno tendrá
nombre. No lo tienen.
Lo tienen unos pocos elegidos.
Santos o malditos.
Cada cual llorará este día sin
entender, en la mayoría de los casos, el motivo de sus lágrimas. Como si se le
hubiese muerto un pariente muy lejano, un familiar que en algún recodo de su
juventud supo señalar un hito imborrable del espíritu. Con Lennon sucedió lo
mismo. Y con Gardel. Un periodista amigo me confesó una vez que caminando por las calles de Estambul, ciudad a la que
había viajado para cubrir no sé qué desastre, de pronto vio en la primera plana
de un diario el rostro del ex Beatle con un titular sangriento. Se le caían las
lágrimas, sin llanto. Solo con haberse enterado. Y no podía parar de llorar. Le
habían matado a un amigo. Aunque nunca
lo conoció personalmente era su amigo. Un compañero del alma.
Y no era cuestión el que aquel
muerto tuviese o no millones de dólares. Que fuese antipático en el trato
cotidiano. Que amase o no a sus mujeres y amantes. El mérito consistía en algo
sublime que aquel ser había parido más allá de su propia consciencia, y que ya
vivo, habitaba ahora en otras existencias inesperadas. Un prodigio.
Algo
mágico.
El ser humano vive desesperadamente
sediento de magia. Lo real está poblado de muertos sin nombres, de enfermedades
espantosas, de una ruin certeza. El hombre necesita algo mágico para no
sucumbir abruptamente. Algo así como el amor.
Que otra cosa puede ser sino amor
la razón por la cual lloremos a quien nunca conocimos en persona, solo por sus
actos que han llegado a nosotros como una llamarada, y de pronto nos dicen que ha
muerto. Que un viejo mago ha muerto. Cuando se necesita tanta magia. Y
sabiduría.
Por fortuna, para nosotros, gente sin nombre, el mago no se guardó
ningún secreto -¿o sí?-, y dejó volúmenes completos, tratados minuciosamente detallados
de su magia.
Es un consuelo.
Gracias, adiós, Gabo.