En una de tantas islas que solemos frecuentar, sin darnos
cuenta, suele pasar que nos llevemos de souvenir alguna una infección. La cual
no da señales de existencia hasta mucho tiempo después. Lo terrible es que ese
tipo de afecciones se hace más ruin en ciertos demonios proclives a pegárselas.
Algo parecido al proceso de los “gremlins” al mojarse, para que se hagan una
idea –bueno, por lo menos aquellos que hayan visto la película-. Aunque esto no
tenga nada de ficción, y las secuelas sean verdaderamente catastróficas.
DEMONIOS MONSTRUOSOS
Cuando el demonio deviene en monstruo el problema es de
índole terminal. Empieza una metástasis de proporciones nefastas para el
individuo. ¿Cómo sucede? Al igual que cualquier otro, este virus se adueña del
organismo ante el más mínimo síntoma de debilidad. Y los demonios se debilitan
a la par de su portador. El virus aprovecha los espacios vulnerables, los
corrompe y se apodera de ellos para instalar allí su letal carga. Así comienza
una metamorfosis general.
Quienes lo hemos padecido, y sobrevivido, podemos dar
testimonio de la cantidad y variedad de estragos que el curioso animal ha
dejado en nuestras ya miserables existencias. El taimado maligno –otrora simple
y vulgar demonio-, no tiene por objeto enloquecernos, no. Su objetivo es
decididamente matarnos. Y la mayor de las veces lo consigue. Con mano propia o
ajena.
En principio, tiene una lengua más filosa que la cimitarra
de un sarraceno, y más delgada que una hoja de afeitar, también filosa, claro.
Y más veloz en los retruécanos que el más hábil de los magos…o psicoanalista.
Nos da las coartadas perfectas, en apariencia, y los mejores argumentos de
respuesta a los efectos colaterales. Que son incontables.
Un ogro o una bruja parecen niños de pecho comparados con el
engendro surgido de los pantanos más recónditos de las almas.
Son personajes parecidos a –otra vez una película-, aquel
ser extraterrestre: Allien. Solo que los que llevamos dentro no saldrán nunca rompiéndonos
el pecho. ¡Qué bah! Utilizan de un modo perverso el aspecto humano para
acometer sus tropelías. Camuflados de personas destruyen todo a su paso. Hasta
que son abatidos como burdos criminales, o suicidados por el último resquicio de
lucidez del auténtico. O, en contados casos, reducidos por éstos en un esfuerzo
titánico.
La sintomatología varía de acuerdo a la característica del
demonio-monstruo y a la de su victima. El entorno del invadido puede intentar
diversas curas –sin curas-, aunque lo usual es aislar definitivamente al
demonio, al monstruo y al individuo. Suele ser lo más sano. No para evitar un
posible contagio sino más bien para no sufrir sus estragos. Los entornos que no
perciben esa peste acaban colapsando junto con el pariente. O por el pariente.
Hay que decir que la lucha entre el bicho y la persona es
brutal. Imaginemos la mesa de un bar con dos hinchas, uno de Boca y otro de
River –O del Madrid y del Barsa-, no importa. Dos fanáticos enfrentados y enzarzados
en una dialéctica pueril pero sin piedad, conocedores ambos de las historias
reciprocas, lanzándose todo tipo de puyas y golpes bajos, groserías y sonseras;
gestos obscenos y guiños desafiantes, y algún que otro puñetazo a la mesa. Así
están el individuo y su alimaña. En todo momento, día tras día. Noche tras
noche.
Cuanto más de debilita el poseído más se crece la cosa.
Tiene más hueco. Más carne en descomposición para alimento.
Quienes lo hemos padecido y sobrevivido –como dije antes-,
podemos dar cuenta de la enorme gama de recursos utilizados en la feroz lucha.
En la que dejamos, no podía ser de otra manera, buena parte de nuestra condición
humana. Porque para someter al bicho tuvimos que convertirnos en lo más
parecido a su naturaleza: un bicho. Y así, eso ya no se quita, permanecemos.
El maldito, de todas formas, no muere. Queda atado y
maniatado, y en particular, amordazado. No muere. Solo podemos mantenerlos
controlados. A él y al resto de demonios que pretendan liberarlo. Son demonios
y hacen cosas de demonios. No les importa que el monstruo los devore también a
ellos. Bueno, no todos. Algunos demonios hayan incompatible su razón de ser –creen
tenerla-, con la del monstruo. Eso nos favorece. No harán nada por evitar que
se suelte, pero tampoco van a echarle una mano. Van de neutrales.
En tanto la persona –o lo que queda de ella-, el auto
exorcizado, el ex zombie, trata de recomponer lo que aún conserva noble entre
las ruinas del combate.
Y para ello nada mejor que visitar otras islas.
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