martes, 21 de junio de 2011

La libertad de elegir II

De mis cuatro abuelos, solo uno se instaló en mi afecto para siempre. Matías, un judío polaco. De oficio, zapatero.
Emigró a Argentina a principios de los años treinta. Duras épocas aquella del país, origen de una seguidilla de golpes de estado comandadas por una casta militar que dejaría tras de sí un innumerable reguero de crímenes y también, paradójicamente, al líder que representaría el sentir de un pueblo, ese mismo pueblo al que la prepotencia castrense apaleaba sin piedad para beneplácito y beneficio de la rancia oligarquía nativa. El líder, salido de aquellas filas era un Teniente Coronel: Juan Domingo Perón.
Mi abuelo no sabía nada de castellano, pero lo aprendió rápido, al menos lo necesario para subsistir. Una cosa que a pesar del rudimentario bagaje de conocimientos, tenía muy en claro. Llegó a Buenos Aires con dos dólares ganados en medio de la travesía atlántica y un papel en el que llevaba anotada la dirección de un pariente. Nada más.
En esos días, Argentina, a pesar de la gran crisis, era un abanico de oportunidades que hacía llegar el eco de sus bondades territoriales allende los mares. Aún a los sitios más remotos e impensados del planeta. ¡Y eso que no existía internet! Las ilusiones no saben de fronteras, ni de idiomas y se esparcen como el polen.
De aldeas italianas, de villas y diminutos poblados españoles, de comarcas heladas y silenciosas de la unión soviética…Para algunos Argentina era “América”, ni sur ni nada, América, y esa sola palabra dicha con diferentes acentos sonaba a esperanza…
Mi abuelo eligió, y esa elección le salvó la vida, y la de mi abuela, a quien no conocí, y que llegó tras él poco tiempo después. Padres de mi padre. Sus familias, lejanas pero mías también, las que se quedaron en Polonia, murieron en campos de concentración nazis.
Para los, en su mayoría, famélicos europeos que emprendían un viaje, muchas veces mortal, a través del océano, la ilusión de una vida mejor tenía la envergadura del mismo barco zarandeado por las olas. Ilusión acrecentada por los rumores de experiencias ajenas en el transcurso de aquellos largos días marinos, y noches de prematura nostalgia.
(Qué diferencia con estos tiempos en el que en doce horas estás en Barajas, y si te rechazan los de inmigración, en otras doce horas vuelves a tu miseria, más miserable aún, si cabe. Ni tiempo de extrañar te dejan.)
Pero mi abuelo, como mi abuela, y tantos millones, sin hablar palabra de castellano, descubrió las bondades de un puchero argentino.
No podía creer que si lo solicitaba le servían una nueva ración:
-Si tiene para pagarlo, Don-, le dijo el mozo, canchero- le pongo todos los que quiera…
Trabajó en lo que pudo. Como tantos, también vendiendo “ballenitas”, esos adminículos que se les colocaba a las solapas de la camisa para mantener recto algo en aquel campo de arrugas que escondían bajo sus chalecos los empleados y compadritos de la city porteña.
En los últimos días de mi niñez, mi abuelo ya era un hombre bastante mayor, aún así, y a pesar de los pequeños resentimientos familiares, fruto de prejuicios comunes y recíprocos, él venía a visitarnos. Matías era un tipo de pensamiento muy simple. Pasaba de todo, en una palabra. Para la familia de mi padre, mi madre era una “goim” (no judía), provinciana, y para más inri, medio morenita. Una “negrita” del interior, bah. Así que mi vieja tenía sus motivos para el resentimiento. Aunque no es menos cierto que para la familia de mi vieja, mi padre aunque argentino era “el ruso”, con todos los prejuicios antisemitas de manual. O de Catequesis.
La cuestión es que mientras le dio el cuerpo venía todos los sábados por la mañana a mi casa; compraba unas facturas, o queso y jamón (mi abuelo no era nada religioso) y unos pebetes (pan) y desayunaba con nosotros. Conforme pasó el tiempo, solo venía sábados por medio, y para evitarse alguna “jeta”, nos llevaba a un bar a seis o siete calles de casa. El desayuno era pan con manteca, que el mismo nos preparaba doblándolos luego para que cupiesen por la boca de la taza de café con leche. Después se despedía dejándonos unas monedas a cada uno.
No fueron éstas, ni los desayunos, si no el interés de ese hombre por estar junto a nosotros, mis hermanos y yo, lo que hace imposible el olvido y posible el amor.
Porque no le quedaba nada a mano aquel viajecito en “colectivo”, de punta a punta de Buenos Aires –quienes conocen la ciudad saben de qué hablo-, y ni siquiera lo hacía para hablar con su hijo, mi padre. Que de hecho muchas veces no estaba, por estar trabajando.
Lo hacía para vernos, y compartir con nosotros unas horas. Ni más ni menos.
Era su elección.
Con el tiempo fuimos un poco ingratos, mea culpa, y no le devolvimos con la misma moneda su constancia. Sí, lo visitábamos. Pero no tanto.
También es cierto que Matías era un hombre práctico, y cada vez que enviudaba se quitaba de encima todo lo que representara un recuerdo de su vida anterior: muebles, vajilla…casa. Y eso hace un poco más difícil forjarse una rutina. Además de las propias urgencias.
Nunca volvió a Polonia, por supuesto. Y aunque hubiese querido, el pueblo de sus padres ya no existía, fue borrado del mapa, literalmente, en la segunda guerra. No guardaba sino rencor y miedo hacia aquella tierra. Sobre todo miedo, a punto tal que un día, antes de viajar con su tercera mujer a Estados Unidos, se hizo, al fin, la ciudadanía argentina. No sea cosa que por cualquier inconveniente lo “enviasen” a Polonia. No quería volver, ni muerto.
En sus últimos días en el Hospital Israelita de Buenos Aires, dopado como lo tenían para que no sufriese, solía confundir las caras de quienes lo visitábamos. Yo le llegué a comentar que mi esposa estaba embarazada y que lo iba a hacer bisabuelo, otra vez. Pero el ya no entendía, creo, y me respondió en Idish cosas que yo no entendí.

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