viernes, 3 de junio de 2011

LA REVOLUCION DE LAS FLAUTAS

Fuimos con mi amigo Fermín, y luego se sumaron Franco y Estelita. Vimos entre la multitud a unos cuantos ex compañeros del instituto, pero no nos saludamos hasta la mañana siguiente en la que nos cruzamos en un bar de Preciados, por casualidad, cuando acudimos en masa a mear y lavarnos un poco las caras. Manu, con quien acabamos los últimos años del bachiller, me preguntó en qué comisión estaba. Le dije que en ninguna y me propuso estar con él, en la de alimentación. Aunque él se pasaría, posiblemente, a la de seguridad –la verdad que para esa estaba que ni pintado, con su casi metro noventa y musculatura intimidatoria-. Le respondí que no sabía porque Fermín nos había alistado en otra. No sabía cuál, pero según mi amigo participaban un par de tías que estaban buenísimas. Esa misma noche descubrimos que eran pareja. Así que nos acoplamos, después de una nueva asamblea, en la de alimentación. Teníamos que currar un poco, pero zampábamos de gratis y sin hacer ninguna cola.
Franco y Estelita iban a su bola, y hasta se consiguieron una carpa. Franco se la mangó a un primo, pero no le duró mucho. El primo se ligó a una chica de la comisión de legal, y se la pasaba metido ahí dentro. Solo salían para las asambleas o para ir a buscar un bocata. Eso hasta la noche de las elecciones, en la que le dijo a Franco que lo sentía pero se llevaba la carpita, que ya estaba todo el pescado vendido y que tanto follón no servía de una puta mierda porque habían ganado los fachas.
Debo confesar que en tantos días y noches, entre aquella gente, en medio de la euforia y la adrenalina, viviendo una historia que traspasaba nuestras fronteras ¡no pude echar ni un polvo! Me hinché a porros y me cogí como veinte pedos seguidos. Pero lo que se dice follar ¡na de ná! A Fermín le pasó otro tanto. Estábamos, por momentos, como niños en una dulcería pero sin poderle meter mano ni a un chupachús ¡joder!
Después nos dimos cuenta que tendríamos que haber ido por separado, no andar de aquí para allá ¡como una parejita! Por eso nos quedamos unos días más. No podía ser que nos fuésemos “vírgenes” de aquella movida. Teníamos que llevarnos un buen recuerdo. Al menos uno, en especial.
Tanto en casa de Fermín como en la mía sabían que estábamos en Sol, y mientras en las noticias no apareciese una última hora de cargas policiales, daban por buena nuestra situación. Hasta salimos en directo un par de veces. Yo salí dos veces. En una me tapé la cara, por si acaso. Además teníamos los móviles para cualquier emergencia. Lo bueno para ellos, en nuestras casas, es que no consumíamos nada, un ahorro, y nuestras habitaciones se conservaban limpias, al menos ordenadas. Como si nos hubiésemos independizado.
Al principio, la hermana de mi madre sobre todo, hablaba con orgullo de mí, por primera en su vida. Era el héroe de la familia. Era algo. Eso, al principio.
Con Fermín teníamos a esas alturas otros objetivos, menos altruistas pero con verdadera trascendencia para nosotros. No nos iríamos hasta “meterla”. Y hasta lo juramos. Todas las reivindicaciones nos parecían buenas, aunque en el fondo nos la traían flojas. Los primeros días elegíamos las chicas con cierto criterio estético. Ahora nos daba igual la forma, solo el fondo. Andábamos como cazadores y cada cierto tiempo nos reuníamos en el oso para hacer un balance.
-¿Tú, qué tal?
-Nada.
-¿Y tú?
-Nada.
-Estamos jodíos.
-Pues sí…
Y seguíamos. Llegamos a creer que teníamos algún estigma o algo así, que no podía ser tanta mala suerte. Ahí todo el mundo follaba ¡hasta los negros! No sé si es que porque llaman más la atención o qué.
-Será que despiertan compasión-, me dijo Fermín –tu sabes, Africa, las pateras…
-¡Joder, tío! Me tizno la cara ¡a ver!
-…el rabo.
Dormíamos en unas colchonetas mugrientas que nos prestaron generosamente unos chavales que vinieron de Málaga y ya se habían ido. Antes lo hacíamos solo con unas mantas en el suelo, bajo las jaimas, así que sucias o no, las colchonetas nos vinieron muy bien. Pero ya estábamos resabiados, olíamos mal, y empezamos a estar resentidos. Y eso espanta a cualquiera. Hasta veíamos a los de las carpas individuales con cierto desprecio. Los privilegiados. Si hubiese tenido mi propia carpa, seguro, ya habría gozado más de un revolcón.
Con todo, igual, nos resistíamos a volver a nuestras casas. No así. Sabíamos que de la simpatía inicial, en nuestro entorno más íntimo, quedaba poco. Normal. Volvíamos a ser los vagos de siempre. Y cada vez con peor prensa. En parte, con cierta razón, todo hay que decirlo.
Del ambiente casi festivo, solidario, con una peña atractiva en general, del comienzo; pasamos a tener una población bastante heterogénea: yonquis, mendigos, carteristas…Gente que no pintaba nada en las asambleas, pero hacían valer su voto, claro. En ese extremo, ni Fermín ni yo, tampoco ya pintábamos nada. Lo peor es que empezó a escasear la comida. Y los porros. Lo que trajo más de un conflicto. Con la excusa del buen rollito el mangazo se hizo dueño y señor de la plaza. Y a veces de mala manera. También con el tema del sexo. No éramos los únicos despistados que seguían con las manos vacías. Y a muchos empezó a írseles, justamente eso, las manitos. Tanta fricción, tanta exposición de amor libre…
Cuando me robaron el móvil dije basta. También a Fermín se lo habían birlado el día anterior, pero como casi no tenía saldo y era de poco valor, no le importó. El mío tenía de todo ¡hasta wifi, me cago en la mar! Así que a la mañana siguiente lo desperté a mi amigo y le dije que me iba. El se levantó de un salto y me respondió que también. Esperaba mi decisión, parece.
Nos paramos junto al oso y miramos aquel asentamiento con tristeza, casi con añoranzas de épocas pasadas –las de una semana atrás, pero ya muy lejanas-. Fermín sacó de su bolsillo un billete de diez euros que había “encontrado” por la noche.
-Vamos a desayunar-, me invitó guiñándome un ojo.
-Bueno-, le respondí mientras me rascaba en el brazo la enésima picadura de pulga.
-¿Has visto que el Kun quiere irse al Madrid?
-Será cabrón…

No hay comentarios:

Publicar un comentario