Recordaba entre sueños la casa en
la que crecí. Recorría el cuarto que en algún tiempo sirvió de peluquería a mi
madre. Era en realidad lo que en un tiempo remoto fue el garaje. Después se
modificó para el nuevo oficio de doña Lola, peluquera. Me encantaba el secador
de pelo de pie, ese casco con el que jugaba mi imaginación aficionada a las
cosas espaciales. También las redecillas que utilizaba para sujetar el pelo
luego de alguna permanente, o los ruleros. Esas redecillas me sirvieron muchas
veces para armar los arcos de mis invenciones futbolísticas. Me construía con
unos palos y alambres la maqueta, y extendía la red. Los jugadores eran pilas
viejas y la pelota un envoltorio de cintas adhesivas y papel estrujado. Mi dedo
la pierna del jugador que disparaba el tiro libre. Muchos. Unos tras otros.
Cuando acertaba en un ángulo gritaba en silencio un gol increíble. Casi siempre
el nombre del goleador hacía referencia a un jugador de River. Por supuesto.
Era un fanático (lo sigo siendo, en verdad). Gol de Morete. Gol de pinino (Más).
Y así. También me llamaba la atención aquella tijera dentada. Y los palitos con
cuerdas. Los de hacer permanentes. Pero solo le hurtaba las redecillas. Aquel
espacio se convirtió con el paso de los años en el cuarto de mi hermano y el
mío.
Anoche caminé entre un montón de
trastos herrumbrados en ese sitio. Al principio no sabía por dónde estaba,
luego me di cuenta. Más de cuarenta años después. Había unas estanterías
polvorientas y en una de ellas una cartera en la que se guardaban unos billetes
casi transparentes. Como de papel vegetal. Y unas monedas.
Supongo que el sueño devino de
una visita que realicé a mi antiguo barrio, allí en San Justo, provincia de
Buenos Aires. Un barrio que se llamó Edison, vaya uno a saber por qué, y
después Villa Constructora. Gracias a la maravilla de esta nueva tecnología,
Google Heart, caminé por esas calles, como si estuviese allí. Con el corazón en
un puño esperando no encontrar mi vieja casa, la que construyó mi padre sobre
el terreno que le compró a mi abuelo. Después de tanto tiempo. Pero ahí estaba.
Avejentada, claro. Pero tal cual. Increíble. La misma puerta, el mismo porche,
la misma entrada de coches, con las mismas piedras lajas. En sus lados las
construcciones se alzaban borrando el entorno de mi memoria. Pero la casa
permanecía firme, impertérrita a la marea del tiempo. Como si se resistiese a
morir. Ennegrecida por la falta de cuidado. Exprofeso o no. Pero la estructura
seguía de pie. Casi con orgullo. Con un amor propio de majestuosa decadencia.
Días después llamé a mi padre y
le conté lo visto en internet. El es un tipo que no tiene en absoluto buena
relación con los ordenadores. Es un artista de la vieja guardia, un gran pintor
que a sus ochenta podría dibujar de memoria aquella vivienda. De hecho el
diseño se lo dibujó él a los albañiles. Pero con estos modernos artilugios
siempre sintió como una competencia desleal hacia su antiguo oficio de
diseñador gráfico. Pero en particular no los entiende, ni le interesa
entenderlos. Solo aprecia las bondades de las fotocopiadoras. Hasta ahí.
Una vez le enseñé la cantidad de
modificaciones que se le pueden hacer a una fotografía, luego de escanearla.
Con el Photoshop. Efectos con estilos artísticos: puntillismo, impresionista,
etc. Solo dijo: “La puta que lo parió”.
Así que le conté de la casa.
Sentí, a través de la línea, a más de diez mil kilómetros, un sutil suspiro de
emoción. “¿Así?”, preguntó entrecortado. Sí, le dije, y le comenté: se nota que la
hiciste con materiales nobles, ni las ventanas cambiaron.
Me dijo que los cimientos los mandó
a hacer con doble cantidad de materiales para que las humedades no pudiesen
afectar el interior, y cosas así.
La vendió allá por mil
novecientos ochenta y uno, a un precio irrisorio. Mi madre creo que se compró
un televisor y poco más con su parte.
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