martes, 16 de diciembre de 2014

¡Y FELIZ NAVIDAD! -primera parte-

Con o sin fantasma de las navidades futuras. Aunque generalmente el fantasma es el de las navidades pasadas. Bastante más tenebroso que el de Dickens. Un fantasma demasiado material, palpable, y sobre todo decisivo a las horas sensibles de la noche del veinticuatro.
En Argentina es verano. Hace calor. Mucho calor. Y el olor a pólvora de la pirotecnia se mezcla con el humo de los asados, impregnando los rostros sudorosos de los niños que combaten la ansiedad del soñado regalo de Papá Noel, haciendo estallar cohetes, y correteando como posesos de acera a acera. Los padres sudan también, pero por otros motivos. Son tiempos de muchos gastos y pocos recursos. O recursos acumulados que se tendrán que dividir en regalos, alimentos, bebidas, y luego, tal vez, vacaciones. Pero la euforia, o más bien la excitación, propia y ajena por la llegada de las fiestas consigue, ahí sí, de un modo milagroso, disipar la preocupación de lo cotidiano. Y la bebida ayuda, más si es en cantidad. A veces tanto que algunos ni siquiera se enteran, a las doce de la noche, del brindis. Brindaron durante todo el día, y a la noche llegan con un fastidio que acaba desatando todo tipo de trifulcas y discusiones poco adecuadas para la ocasión. Y si a eso sumamos las ausencias, recientes o antiguas, o las visitas, recientes o antiguas, poco deseables, tenemos un coctel, que ni el peor “clericó”. Indigestión, mínimo. Mala cosa.
Una noche, en Neuquén –también hace un calor potente-, después de brindar en casa de mi madre me dispuse, como hacíamos siempre con la pandilla, a recorrer casas con la excusa de ir a saludar –y atiborrarnos de otras comidas y sobre todo bebidas-. A la vuelta de una de ellas, a eso de la una de la madrugada, vi pasar a mi madre y a otros parientes, acarreando, como una peregrinación, tocadiscos, bolsas de comidas, sillas. Hasta el perro. Una hilera penosa que se apuraba para llegar a otro sitio. Volvían de la casa de un tío mío en donde el jolgorio duró poco más de treinta minutos. Alguien sacó a relucir un tema espinoso que en segundos se convirtió en un verdadero aquelarre. Y allí iban, todos fastidiados. Pasé por enfrente de la vivienda de marras y ya estaba completamente a oscuras. A dormir todos ¡carajo! Yo seguí con mi propia peregrinación, con objetivo final la discoteca. Fue uno de los tantos acontecimientos “religiosos” que me tocó vivir en esas noches de profunda fe cristiana.
Claro que eso empezó a suceder ya cumplidos mis catorce años. Que comencé a ir  a mi bola. Hasta entonces estaba sujeto a los avatares del hogar familiar, exclusivamente. La tensión y la expectativa de la llegada de la medianoche, con el arbolito navideño parpadeando en un extremo de la cocina, o del salón, dependiendo del humor paternal; los paquetitos debajo de éste, colocados de un modo arbitrario, a veces con ilusión, otras con desdén,  y casi siempre, para mis deseos poco realistas –eran deseos-, con el regalo menos imaginado. Al punto, recuerdo una noche en particular, para desaliento de mis padres, en la que al desenvolver mi paquetito me llevé una desilusión tan grande que agarré un martillo y lo partí de un solo golpe. Al regalo. Un cubo de plástico transparente, con varias celdillas internas y una bolita de metal que debía ir pasando de un lado a otro según lo girase. ¡¿Eh?! ¡Papá Noel y la puta que te parió! ¡Un cochecito! ¡Que te pedí un cochecito!
Pobres mis viejos. Creo que quisieron regalarme algo sofisticado. Diferente. Raro.
O lo que pudieron. Qué se yo. Para sorprenderme, tal vez. Y lo lograron. Justo una navidad en la que ellos, mis padres, estaban por así decir, en armonía. Que ya era en sí mismo todo un regalo. Hasta se los veía muy unidos, al menos de acuerdo en una cosa: darme un sonoro regaño por ser un crío desagradecido. Y les serví de tema de conversación por un buen rato. Aunque todo eso no me importaba, en esos momentos solo pensaba que al otro día, por la mañana, no tendría nada que enseñarles a mis amiguitos del barrio. A esos pibes tampoco les importaría que al menos mis padres no se habían peleado.
Crecí con una idea fija: no me pienso casar nunca. Hasta se lo dije a mi padre, una tarde. El se rió. Sabía. Claro que sabía. Esas cosas suceden a pesar de uno. Es más, uno no sabe hasta cuánto desea que sucedan. Como las navidades.

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