jueves, 11 de diciembre de 2014

LA OTRA CASA


Mi madre decidió comenzar una nueva vida desde los cimientos. Consiguió un terreno, nunca mejor dicho, en el culo del mundo. En las afueras mismas de Cutral-Có. Les dio a unos albañiles mequetrefes y borrachines las pocas “joyas” que le quedaban. Literalmente. Unas cadenitas de oro y chucherías por el estilo para pagarles la obra. Le construyeron un rectángulo con puertas y ventanas, y en el interior dividieron el espacio en un cuarto grande, otro mediano y un tercero pequeñajo, con la “idea” de que aquello fuese un baño. Nunca lo fue. Fue mi habitación de adolescente. ¿Baño? Bueno, pues se aprovechó un rincón exterior de la vivienda y con cuatro chapas y un retrete ¡bualá!
Hasta allí daba el presupuesto de doña Lola.
Ah, por supuesto, también le montaron otro rectángulo pequeño, un piletón, para el agua. El sitio estaba un tanto alejado de las cloacas y el agua corriente. Por suerte, sí, desde la otra esquina de aquella manzana semi deshabitada extendieron un cableado hasta un poste de luz nuevo, desde el que nos proveíamos de energía. Ya era bastante.
Nos bañábamos en un fuentón de lata y para cocinar mi madre utilizaba un calentador de kerosén, el mismo alrededor del cual nos calentábamos en las espantosas noches de aquel invierno patagónico.
Doña Lola, o La Rubia, como la llamaban por el tinte de su cabello, utilizó el cuarto más grande para convertirse en comerciante. Así nació el almacén de “La Rubia”. Como sus recursos eran escasos, compraba en el mayorista, todos los días, a pie, andando sus dos kilómetros de ida y dos de vuelta tres latas de tomates, tres paquetes de fideos, o polenta, y así. Vendía dos y el tercero lo comíamos. Y de nuevo. Con diferencia de centavos.
Me fui del pueblo cuando mi madre había comenzado una nueva relación sentimental y su situación económica, gracias al comercio, había empezado a mejorar. Igual yo le enviaba dinero desde Buenos Aires, cuando podía, para echarle una mano y con esa pequeña ayuda siguió construyendo sobre el terreno.
Años después volví y ya no reconocía ni su casa, ni el barrio.
Todo había crecido. Como si se hubiesen puesto a construir alrededor de la casa de “La Rubia”.
El culo del mundo estaba ahora muchas calles más allá. Mi madre se había mudado con su pareja a una casa cercana, y su terreno convertido en cuatro apartamentos le daba una renta todos los meses. Su esquina lucía una tapia en la que se podría levantar un local con muy buenas perspectivas de lucro. Todo asfaltado, con todos los servicios, y sobre una avenida.
De un extremo a otro del tiempo, casi cuarenta años.
También suelo recorrer el lugar con el Google. Y comparo las fotos que tengo, llenas de campos inconmensurables, y aquella vivienda en medio de la nada. Mi madre tratando de plantar verduras en esa esquina alambrada inútilmente. Demarcando un territorio que hablaba más del corazón que de la propiedad privada. Como si hubiese visto en medio del desierto un oasis que tarde o temprano traería paz a su alma.
Hace no mucho mi hermano me envió un email pidiéndome mi número de documento: mamá deseaba poner a nuestro nombre aquella propiedad. Le dije que lo pusiese a nombre de él y de nuestra hermana. Que por mí parte no había ningún problema. Además la distancia. Mi hermano me dijo que el deseo de ella era que estuviese a nombre de los tres, que le hacía ilusión. Y accedí.
Después la llamé por teléfono y le dije lo mismo, pero insistió. Entendí que a sus ochenta y cuatro años trataba de tener en orden sus cosas, y esa, la casa, la suya, hecha con tanto esfuerzo, su obra individual, era todo un símbolo.
Me dijo también que no debía preocuparme, que “gracias a Dios, hijo, estoy bien, de verdad,  ya no me levanto angustiada pensando en el recibo de electricidad, o la factura de gas, sabés, estoy bien…me da pena no poder compartirlo con vos…con todas las que pasamos ¿te acordás?”.


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