Mi madre decidió comenzar una
nueva vida desde los cimientos. Consiguió un terreno, nunca mejor dicho, en el
culo del mundo. En las afueras mismas de Cutral-Có. Les dio a unos albañiles
mequetrefes y borrachines las pocas “joyas” que le quedaban. Literalmente. Unas
cadenitas de oro y chucherías por el estilo para pagarles la obra. Le
construyeron un rectángulo con puertas y ventanas, y en el interior dividieron
el espacio en un cuarto grande, otro mediano y un tercero pequeñajo, con la
“idea” de que aquello fuese un baño. Nunca lo fue. Fue mi habitación de
adolescente. ¿Baño? Bueno, pues se aprovechó un rincón exterior de la vivienda
y con cuatro chapas y un retrete ¡bualá!
Hasta allí daba el presupuesto de
doña Lola.
Ah, por supuesto, también le
montaron otro rectángulo pequeño, un piletón, para el agua. El sitio estaba un
tanto alejado de las cloacas y el agua corriente. Por suerte, sí, desde la otra
esquina de aquella manzana semi deshabitada extendieron un cableado hasta un
poste de luz nuevo, desde el que nos proveíamos de energía. Ya era bastante.
Nos bañábamos en un fuentón de
lata y para cocinar mi madre utilizaba un calentador de kerosén, el mismo
alrededor del cual nos calentábamos en las espantosas noches de aquel invierno
patagónico.
Doña Lola, o La Rubia, como la
llamaban por el tinte de su cabello, utilizó el cuarto más grande para
convertirse en comerciante. Así nació el almacén de “La Rubia”. Como sus recursos
eran escasos, compraba en el mayorista, todos los días, a pie, andando sus dos
kilómetros de ida y dos de vuelta tres latas de tomates, tres paquetes de
fideos, o polenta, y así. Vendía dos y el tercero lo comíamos. Y de nuevo. Con
diferencia de centavos.
Me fui del pueblo cuando mi madre
había comenzado una nueva relación sentimental y su situación económica,
gracias al comercio, había empezado a mejorar. Igual yo le enviaba dinero desde
Buenos Aires, cuando podía, para echarle una mano y con esa pequeña ayuda
siguió construyendo sobre el terreno.
Años después volví y ya no
reconocía ni su casa, ni el barrio.
Todo había crecido. Como si se
hubiesen puesto a construir alrededor de la casa de “La Rubia”.
El culo del mundo estaba ahora
muchas calles más allá. Mi madre se había mudado con su pareja a una casa
cercana, y su terreno convertido en cuatro apartamentos le daba una renta todos
los meses. Su esquina lucía una tapia en la que se podría levantar un local con
muy buenas perspectivas de lucro. Todo asfaltado, con todos los servicios, y
sobre una avenida.
De un extremo a otro del tiempo,
casi cuarenta años.
También suelo recorrer el lugar
con el Google. Y comparo las fotos que tengo, llenas de campos
inconmensurables, y aquella vivienda en medio de la nada. Mi madre tratando de
plantar verduras en esa esquina alambrada inútilmente. Demarcando un territorio
que hablaba más del corazón que de la propiedad privada. Como si hubiese visto
en medio del desierto un oasis que tarde o temprano traería paz a su alma.
Hace no mucho mi hermano me envió
un email pidiéndome mi número de documento: mamá deseaba poner a nuestro nombre
aquella propiedad. Le dije que lo pusiese a nombre de él y de nuestra hermana.
Que por mí parte no había ningún problema. Además la distancia. Mi hermano me
dijo que el deseo de ella era que estuviese a nombre de los tres, que le hacía
ilusión. Y accedí.
Después la llamé por teléfono y
le dije lo mismo, pero insistió. Entendí que a sus ochenta y cuatro años
trataba de tener en orden sus cosas, y esa, la casa, la suya, hecha con tanto
esfuerzo, su obra individual, era todo un símbolo.
Me dijo también que no debía
preocuparme, que “gracias a Dios, hijo, estoy bien, de verdad, ya no me levanto angustiada pensando en el
recibo de electricidad, o la factura de gas, sabés, estoy bien…me da pena no
poder compartirlo con vos…con todas las que pasamos ¿te acordás?”.
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