viernes, 7 de octubre de 2011

El tiempo, la empleada pública, el tren y el chucho

Tengo cincuenta tacos, o pirulos. Como prefieran. Son años. Todos. Llevo en esta vida unos dieciocho mil cuatrocientos treinta días. Más o menos. Con sus respectivas noches, claro, lo que sumado sería algo así como treinta y seis mil ochocientos sesenta momentos diurnos y nocturnos. Sin contar las mañanas y las tardes. Que ellas también cuentan, por supuesto. Si las matemáticas no me fallan, en horas, la suma sería la siguiente, a ver: cuatrocientos treinta y ocho mil, minutos más, menos. Y en esto no van los nueve meses que me los pasé buceando. Que hay que tener agallas.
Ahora digo yo, después de semejantes cifras, por qué le tengo que aguantar la cara de culo a la empleada de turno de una oficina pública, en la que he gastado ingentes cantidades de esos números en proveerla de nómina y café, ¿eh? ¿Eeeeh?
A ver que alguien me lo explique. Que igual no me interesa que me expliquen nada. ¡Quiero que me atiendan con una mínima cortesía! Al menos que me presten atención, y no que esté atenta a sus teléfonos y/o su reloj, o a los gestos del coleguita de la otra mesa. Si espera a que llegue Brad Pitt para dar un trato amable, va frita. Ese no va ni a su propio escritorio a mirar los extractos de sus cuentas bancarias. ¿Se imaginan al personaje metiendo su libreta de debito en el cajero automático de la esquina? No, ¿no? Imposible. Yo me he imaginado a Demi Moore, en un par de ocasiones haciendo cola en mi sucursal bancaria. No les recomiendo ese ejercicio. Ni para hacer tiempo, mental. La sorpresa siempre es ingrata, se los aseguro. Un solo giro de cabeza de la imaginada, y del paraíso al infierno en un abrir y cerrar de ojos. Y a veces mejor dejarlos cerrados unos segundos hasta oír que los pasos se alejan. Lejos.
Es como cuando te subes al autobus, o al avión. O al tren y te ilusionas pensando que te va a tocar compartir ese largo viaje con una simpática modelo a la cual, casualmente, acaba de abandonar su novio. O que busca uno diferente a los del mundo de las pasarelas, el lujo, el glamour, la riqueza, la belleza…En fin busca a alguien simple, como uno, bah! Pero no, ahí viene esa inmensa mujer, cargada de bolsos, buscando su número de asiento, resoplando malhumorada; y uno empieza a murmurar para sus adentros, sin dejar de mirarla, como si pudiésemos hipnotizarla: “Aquí no. Aquí no. Aquí no”. Y a medida que se acerca cambiamos del conjuro al rezo: “Que no sea aquí. Que no sea aquí, que no sea aquí”. Cuando por fin la vemos pasar de largo suspiramos profundamente. Justo en ese momento, la que no vimos venir, porque venía de atrás, se agacha sonriente a ver el numerito sobre nuestras cabezas: “Es este”, susurra satisfecha. La anciana acomoda primero la cajita del perro sobre el asiento, y con el chucho en brazos, cual bebé, nos mira pidiéndonos socorro para que le subamos sus bolsos al portamaletas. Lo primero que se nos ocurre es preguntarle si va muy lejos, como si fuese un autobús que para en cada esquina. Madrid-Valencia, horas y horas. Sin paradas. Ni una.
Debería llevar el animalito en la caja, pero eso no sucederá. No lo va a hacer, no. Cómo va a hacer sufrir al pichicho. Más cuando otros, en asientos alejados, le hacen gestos de “qué lindo el perrito”. Una trae a su hija desde la otra punta del vagón y se lo enseña “mira qué bonito, y va a viajar con nosotras…ves, él no llora, se porta bien”. No el que llora soy yo. Por dentro. Y a lágrima viva cuando a los cinco minutos de ponerse en marcha el tren, la tipa comienza a sacar con dificultad de un bolso que parece una muñeca rusa, toda una parafernalia indescriptible de cacharritos y bolsitas de comida para ella y para el peluche malcriado. Y el asunto ahora, además, comienza a oler peor. Cuánto más nos arrinconamos contra la ventanilla, más espacio cedemos. Y lo ocupan. Casi que nos arrepentimos de haberle echado el maleficio a la gorda que pasó de largo. Hasta fantaseamos con que hubiese sido una agradable compañera de viaje. Ya la añoramos. Por lo menos era una sola “cosa”. Un consejo: ni se les ocurra tratar de caerle simpático al chucho. Misión imposible. Vamos a ver sus dientes durante toda la travesía, aunque su dueña se empeñe en explicarnos que lo que lo pone mal es el encierro. “El que se siente encerrado soy yo, señora-, me dan ganas de decirle, -pero me las aguanto”. Y así te pasas todo el camino, levantando la cabeza para ver si alguien se arrojó del tren y dejó un asiento libre para poder mudarnos de sitio, aunque sea pasillo. O en el pasillo mismo, si nos dejasen.
Lo único positivo es que no tienes que reprimirte. Si has ingerido un desayuno beligerante, o bebiste varias gaseosas, nada de contener hasta el límite ese deambular incesante de burbujas intestinales. Disimuladamente te relajas y dejas fluir. ¿Quién ha sido? El peludo y pulguiento polizonte, que ahora nos olfatea con más mala leche. Si su propietaria te pone fea cara, que se aguante también. Para el resto del pasaje: fue el chucho o su dueña, o ambos. Igual que con la empleada de la oficina pública. Que el resto del personal dude si fuiste tú, o ella. Con tantos cafés que bebe y tanto tiempo sentada. ¡Ahora tienes motivos para estar de mal humor, joder!

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