domingo, 28 de agosto de 2011

"Viejbook" Como el aroma del pan

Es maravilloso como una melodía o una fragancia nos transporta en el tiempo. Suficiente con un par de acordes, unos pocos compases…y el entorno cambia de tal modo que podríamos quedarnos parados a observar hasta el mínimo detalle de un momento que creíamos enterrado para siempre en los confines del olvido. Momentos sin nada de trascendencia aparente: una calle en plena tarde de enero rumbo hacia algún sitio; cómo daba el sol contra los muros de aquellos edificios; la temperatura; el aire apenas perceptible.
Nada. Absolutamente nada especial. Sólo el tiempo. Aquel tiempo. El nuestro, recién comenzado. Nada más, nada menos.
Por lo general el viaje se realiza a ciertas estaciones de la juventud. Es lo recurrente. El lugar común de la nostalgia. Casi nunca a la niñez. A ese tren nos suben los psicoanalistas. O la muerte. El regreso al que nuestro inconsciente está dispuesto a retornar, y para eso usa todo tipo de triquiñuelas, es la juventud.
Ahora además de los sentidos mencionados, tenemos la vista. Ver. Ver, por ejemplo, en Facebook una foto que “colgó” un nuevo “amigo”. Que no es otro que aquel viejo compañerito con el que nos dimos algunas piñas y unos cuantos abrazos, y con el que no nos despedimos nunca. Simplemente dejamos de vernos. Y que ahora nos encontró la vida a través de la red.
Impresionante. Ni en las mejores fantasías de ciencia ficción imaginamos este futuro.
Y ahí estamos –en la foto-, uniforme y peinado, y formación. Está la chiquita que no me daba ni la hora, y la otra que sí me daba bola pero no me gustaba para nada. El flaquito alto que traía un mazo de barajas pequeñitas para el truco del recreo; el otro, que se compraba un alfajor pero se lo comía en la casa, eso decía, porque merendaba solo; ¡el “colorado”! que tenía una nube de pibas atrás de él, y él, meta hacer tonterías y gracietas de mal gusto, como mear detrás de las estufas, que con la temperatura, ya se sabe, eso se vuelve un hedor insoportable. Pero cuanto más guarango más parecía divertir a su séquito. El grupo de los “intelectuales” era muy reducido, y tampoco tenía mucha influencia sobre nadie. No, yo no pertenecía a ese grupo. Eran bastantes engreídos, y despectivos con los que pertenecíamos a un sector social con menor poder adquisitivo. Bah, pobres. Y se notaba en nuestros zapatos. Algo que el uniforme obligatorio del colegio no podía disimular. Bueno, yo, además, jugaba al fútbol en el recreo, así que mi calzado tenía un desgaste doble. Eso sí, aunque para mis hijos soy –y fui-, un patadura, grité muchos goles. ¡Y qué goles!
Pero me fui del tema. La foto. Y de la música. Esto también me recuerda un cuento: “El sonido de un trueno”, de Ray Bradbury –uno de mis escritores favoritos-. Solo podemos mirar. El pasado. No podemos alterar ni la más mínima partícula de ese momento. Y si fuese así, como en el cuento, el futuro, o sea nuestro presente podría ser muy distinto, para peor.
Uno de los problemas de esta recreación virtual de nuestras existencias es que evita mostrarnos –o no la queremos ver- la circunstancia en la que decidimos lo que decidimos, y no hay melodía ni fragancia que nos aproxime lo suficientemente cerca para decir: “Ah! Claro, fue por tal o por cual…”. No hay “rewind” como en los viejos “walkman”, en los que oíamos esas canciones que hoy nos recuerdan ¡qué eran los walkman!
A veces me pasa que al observar como un intruso aquellos momentos, me siento como un fantasma, ese del que nos reíamos: “¿Hay alguien aquí? Buhhhh”, decía alguno en esas noches en las que de aburridos nomás nos sentábamos alrededor de una mesa con la tabla Ouija, o una copa boca abajo, un “sistema” más humilde para convocar almas en pena. “Que son ángeles”, “Que no, que son demonios”…Si alguien se hubiese atrevido a decir que éramos nosotros mismos treinta y tantos años después, merodeándonos, lo hubiésemos tratado como a un loco. Seguro.
Sin embargo prefiero sentirme un viajero, más que un fantasma.
Que además era algo que ilusionaba de niño. No necesito música ni fragancia, ni foto, para recordar el día en el que en el triciclo de dos asientos lo invité a mi vecino, Jorgito –sí, mi tocayo-, el tanito –por ser hijo de italiano, en España le llaman así a los gitanos-, lo invité, decía, ¡a recorrer el mundo! Ni más ni menos. Por suerte nos encontró un albañil que trabajaba en mi casa: estábamos a punto de cruzar una ruta, no casualmente llamada de la muerte ¡y con un triciclo! Me imagino la cara que habrá puesto aquel tipo al ver a esos dos niños a punto de ¡suicidarse! Nos salvó las vidas, seguramente.
A mi pobre amigo le dieron una típica paliza italiana, y a mí unos cuantos tirones de oreja y reclusión en el fondo del patio. A ese tiempo me lleva casi siempre el aroma del pan, ese aroma de pan recién horneado.

P/D: De mi último “viejbook” recibí críticas de mis “contables” lectores. Cosa que me alegra: lo leyeron. Pero, está claro que hay mucho más. Por supuesto que hay mucho más. Tanto como personas que circulamos en internet. Y también las que no están allí.

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