viernes, 18 de abril de 2014

GABO

Cada cual recordará este día, o el de ayer, como un día de desgracia. Aunque no sepa muy bien por qué. Quedará en su memoria un luto extraño, un recuerdo ambiguo ensombrecido por una tristeza común. Pero no olvidará este día. O el día de ayer. Periódicos de todo el mundo resaltan en todas sus portadas el momento. Como lo hicieron con el señor Mandela. Como no lo han hecho ni lo harán por tantos millones de personas que han sido simplemente eso: personas. Los cientos de muertos en Siria serán simplemente eso: cientos. En Siria, Singapur, Malasia, Chile, México, Túnez, Costa de Marfil…en Colombia.  Ni muertos por enfermedades desconocidas, ni muertos a tiros. O machetazos. Ninguno tendrá nombre. No lo tienen.
Lo tienen unos pocos elegidos. 
Santos o malditos.
Cada cual llorará este día sin entender, en la mayoría de los casos, el motivo de sus lágrimas. Como si se le hubiese muerto un pariente muy lejano, un familiar que en algún recodo de su juventud supo señalar un hito imborrable del espíritu. Con Lennon sucedió lo mismo. Y con Gardel. Un periodista amigo me confesó una vez que caminando  por las calles de Estambul, ciudad a la que había viajado para cubrir no sé qué desastre, de pronto vio en la primera plana de un diario el rostro del ex Beatle con un titular sangriento. Se le caían las lágrimas, sin llanto. Solo con haberse enterado. Y no podía parar de llorar. Le habían matado a un amigo.  Aunque nunca lo conoció personalmente era su amigo. Un compañero del alma.
Y no era cuestión el que aquel muerto tuviese o no millones de dólares. Que fuese antipático en el trato cotidiano. Que amase o no a sus mujeres y amantes. El mérito consistía en algo sublime que aquel ser había parido más allá de su propia consciencia, y que ya vivo, habitaba ahora en otras existencias inesperadas. Un prodigio. 
Algo mágico.
El ser humano vive desesperadamente sediento de magia. Lo real está poblado de muertos sin nombres, de enfermedades espantosas, de una ruin certeza. El hombre necesita algo mágico para no sucumbir abruptamente. Algo así como el amor.
Que otra cosa puede ser sino amor la razón por la cual lloremos a quien nunca conocimos en persona, solo por sus actos que han llegado a nosotros como una llamarada, y de pronto nos dicen que ha muerto. Que un viejo mago ha muerto. Cuando se necesita tanta magia. Y sabiduría. 
Por fortuna, para nosotros, gente sin nombre, el mago no se guardó ningún secreto -¿o sí?-, y dejó volúmenes completos, tratados minuciosamente detallados de su magia.
Es un consuelo.

Gracias, adiós, Gabo.