viernes, 18 de octubre de 2013

LAS ISLAS DE LA MEMORIA y OTROS DEMONIOS (6ª parte)



El listado de islas insoportables es tan extenso como las distancias de éstas a otras más apacibles. Que además son muchas menos, por supuesto. Aunque son menos aún las placenteras. El dilema, la encrucijada, es como hacer de la isla actual, la cotidiana, un sitio que no deseemos abandonar cada noche. Aunque acabe quedando, de todos modos, perdida en el océano que navegamos. O bogamos.

LA ISLA ACTUAL
Nuestros demonios luchan por gobernar todos los recodos, y en esa batalla se “matan” entre sí.  Cosa que nos da de tanto en tanto un resquicio de luz, esos instantes, como ráfagas, en los que creemos que todo es posible. Que nuestros deseos pueden cumplirse sin más, con el solo impulso de nuestra voluntad. Eso me sucede a menudo, lo que me lleva suponer, primero, que la refriega entre mis demonios es incesante y despiadada –a veces escucho ayes dentro de mi, y en algunas ocasiones me salen esos quejidos por la garganta como un eructo, y otras por la nariz en forma de estornudo-. Segundo: Que mis deseos y mi voluntad tienen un conflicto aparte. Y tercero: Que al menos tengo suerte en percibir esas ráfagas.
Lo de que se “matan” (los demonios), está adrede entrecomillado. Nunca se matan. Siguen y seguirán a garrotazos brutales como aquellos del “Duelo a Garrotazos”, de Don Francisco de Goya y Lucientes. Pero imaginemos a unos cuantos y el cuadro es verdaderamente pavoroso. Pero no se matan. Como mucho quedan atontados por una temporada. Aunque siempre es mejor que se entretengan entre ellos. Que se rompan los cuernos.
La isla actual tiene todos los elementos y condimentos de las demás islas pero en proporciones variables, y cuando agotan sus momentos las escenas, con sonidos y olores incluidos, van a parar a sus respectivas orillas, y de ahí a las calles y barriadas de sus correspondientes islas, donde se archivarán sus diálogos en inmensos tinglados en los cuales se almacenan inútilmente miles de voces sin distinguir entre tonos graves y tonos agudos, ni entre propios y ajenos; ni los de mujer u hombre. Es un barullo como los que suelen desvelarnos en los pantanos de la madrugada. Así se repartirán y esparcirán las traiciones de ayer; las vergüenzas de hace un rato; los sueños de anoche y los de esta tarde; los miedos y las culpas; la furia y el anhelo…Cada cosa a un sitio que visitaremos un día desde una futura isla actual.
(Ya veré en qué isla me volveré a encontrar a María, a Antonio, a Angela, a Inés…)
Este círculo imperfecto de islas; este reguero de espacios y momentos diseminados en el mar nuestro de cada cúmulo de latidos me recuerda de algún modo a Cortázar –en otra isla mía, lejana, llena de personajes huidos, o emancipados de sus amos, como aquel rengo de Roberto Arlt, el de “El juguete rabioso”, al igual que su traidor). Julio escribió aquello de “La vuelta al día en ochenta mundos” –jugando con aquel título de su tocayo, Verne. Lo del Argentino es un metáfora maravillosa que deja al original en lo es, una entretenida aventura. Nada más. Nada menos.
La isla actual, por ser justamente eso, actual, parece más que una isla. Más bien un continente. Solo el tiempo le dará su tamaño específico. Deshilachada como un tejido corrupto, se desgajará y adelgazará, comprimiéndose hasta quedar hecha un pequeño territorio poblado por espectros entre los que podemos encontrarnos, ya como drama o parodia, o simple exaltación de los rasgos más burdos de nuestra naturaleza, la única cosa que no cambia de isla en isla. Un instante que fuimos. Un puñado de palabras, un sonrojo, unas lágrimas…algún beso. Quizá uno que vale por muchos que dimos rutinariamente. Uno que buscamos sin recordar en qué casa de qué barrio, de qué isla, dejamos como un tesoro. O amuleto contra los demonios que suponíamos nunca dominarían nuestra existencia. Un beso como el eslabón perdido de la pasión más genuina. E ingenua.
Un beso que tal vez solo fue el deseo de un beso, el sueño de un beso. Una isla sola para un beso.

lunes, 14 de octubre de 2013

LAS ISLAS DE LA MEMORIA y OTROS DEMONIOS (5ª parte)


No siempre elegimos las islas, muchas veces (digamos en un noventa por ciento), nuestras visitas son involuntarias. La isla viene a nosotros hasta confundirse con la actual. Entre las más peligrosas, o al menos, inseguras para uno y sus demonios -porque convengamos que no es “uno y sus circunstancias”, es uno y sus demonios-, son las siguientes:

La de la frustración, una isla poblada de caras largas y pasos cansinos. El ruido de pasos arrastrados se oyen desde el mar, y en medio de ese sonido agobiante se distinguen las voces penosas saturadas de arrepentimientos, cuando no de resentimiento o bronca. Los cierres de los locales insinúan una batalla perdida de antemano y en sus portales los camareros y los parroquianos solo cruzan palabras amargas de hechos decepcionantes. El cielo grisáceo nunca augura nada bueno y solo queda esperar una respuesta negativa. Sobre cualquier cosa.

La de la culpa.  Es un peregrinaje por parajes en donde nos infligen con dardos desde la llegada misma a sus playas, un agudo dolor en sitios que no podemos determinar pero duelen hasta la náusea. Estas playas no son de arena, no, son de piedras puntiagudas. Todo, hasta el aire espeso que acaba dañando la garganta, es un continuo martirio. ¿Cómo llegamos ahí? Pues como dije al comienzo, simplemente nos encontramos en sus tierras al igual que en las fauces de un león, porque saltamos de isla en isla, o ésta, la de la culpa, viene a nosotros y nos devora.  Allí vemos gente dándose la cabeza contra las paredes, otros tratando inútilmente de cortarse las venas o buscando un oído en donde descargar sus conciencias o justificar sus males. Escapar de esta isla es una de las tareas más complejas en la que podemos vernos envueltos. Con demonios y todo.

La de las traiciones. En apariencia un paisaje tranquilo, nada hace presagiar un golpe artero. Y es precisamente la isla ideal. La gente sonríe amablemente y las palabras amorosas no sugieren nada perverso, son eso, amorosas. Alguien pasa y te palmea la espalda y te inunda de halagos absurdos y desmesurados. Las miradas parecen amigables y se ofrecen dispuestas a oir una confesión. Todo se insinúa fiable, familiar y sin embargo al marcharte siente en la espalda un peso increíble. Te alejas de allí con el lomo hecho un erizo, lleno de puñales de todos los tamaños y formas. Y los demonios colgados de las empuñaduras.

La de la vergüenza. Ajena y propia. Andar por sus caminos, siempre súper poblados, supone una incomodidad extra a la ya de por sí incomoda sensación del sonrojo permanente y calores que suben a grados insufribles. Meteduras de pata, exhibiciones innobles, incontinencias verbales exasperantes, y exabruptos tan desmesurados como innecesarios. Exposiciones y discursos dominados por la euforia, la ignorancia, o simple y desagradable vanidad. Volvemos tostados como si nos hubiésemos dormido al sol a cuarenta grados. Y solo de frente. Y sin ningún tipo de crema bronceadora. Los demonios como camarones, y partiéndose de risa.

Esta noche creo que buscaré una isla a la que he ido pocas veces. Si los demonios no disponen otra cosa. Esta noche trataré de visitar la isla de la fe perdida. Ya ni me acuerdo, pero creo que estaba al sur. Muy al sur.

miércoles, 9 de octubre de 2013

LAS ISLAS DE LA MEMORIA y OTROS DEMONIOS (4ª parte)




La de los sueños es una de las islas más frecuentadas. Allí se levantan y desmoronan como castillos de naipes transparentes y multicolores infinidad de pretendidas vidas, anheladas ilusiones e insatisfacciones; escaparates y espejos en donde se reflejan las ansias y angustias de todas las edades. Ciudades enteras, países. El mundo todo de ese momento.
En sus avenidas circulan brillantes automóviles a gran velocidad, y se esfuman en el aire como una visión. Se arman y desarman escenas de amor, de logros y éxitos. De una euforia vibrante y contagiosa. Se ven a la distancia hogares de los que nos llega un aroma a especias y verduras rehogadas que despiertan el apetito. Y Se oye un rumor de voces apacibles que invitan a sobremesas con un prometedor café y una porción de tarta recién horneada. Y melodías nunca oídas que se renuevan constantemente. Hasta los demonios pierden la mueca de malicia y observan fascinados el paisaje como niños dentro de un fulgurante parque de diversiones.
Allí nos cruzamos con quienes nunca nos amaron y nos guiñan el ojo sugestivamente. Y a los que nos odiaron con un gesto de disculpas. Y a muchos criminales exhibidos en pelotas ante una muchedumbre jocosa. A represores encarcelados en prisiones inenarrables. A dictadores fusilados una y otra vez hasta el infinito.
Encontramos a aquellos muertos felizmente sanos y sonrientes, acercándose con ansia para contarnos lo maravilloso de la vida. Y a vivos despreocupados de la certeza de la muerte.
Como en un multicine se proyectan en incontables salas al aire libre, películas en las cuales somos los actores protagónicos. Y solo en cada una se nos iría la existencia contemplado las historias tan laboriosamente escritas por la imaginería febril del niño y el adolescente, y del adulto después, con algo más de barroquismo.
Deambulamos entre las pantallas y la misma realidad de fantásticos relieves hasta sentir en los labios los besos que una vez añoramos. La brisa tenue de tanto en tanto nos nombra con una vocecita irreconocible pero familiar, llena de ternura.
Miramos a la gente ir y venir de sus trabajos con una actitud alegre. Esperanzada.
Y los barrios mutan su fisonomía según nos acercamos, las casas lejanas dejan de ser simple arquitectura y se convierten en los hogares diseñados por el deseo. O la desesperación.
Es tan subyugante aquel ambiente que podríamos quedar atrapados para siempre, con nuestros demonios. Alguno de ellos suele ser el que nos rescata, ya sea por aburrimiento, o para fastidiarnos.
A veces cuando despertamos en medio de la noche, agitados y empapados de sudor, en verdad no es sudor, son los vestigios de ese mar que atravesamos, frenéticamente, de regreso de una de las islas.

martes, 8 de octubre de 2013

LAS ISLAS DE LA MEMORIA y OTROS DEMONIOS (3º parte)



En una de tantas islas que solemos frecuentar, sin darnos cuenta, suele pasar que nos llevemos de souvenir alguna una infección. La cual no da señales de existencia hasta mucho tiempo después. Lo terrible es que ese tipo de afecciones se hace más ruin en ciertos demonios proclives a pegárselas. Algo parecido al proceso de los “gremlins” al mojarse, para que se hagan una idea –bueno, por lo menos aquellos que hayan visto la película-. Aunque esto no tenga nada de ficción, y las secuelas sean verdaderamente catastróficas.
DEMONIOS MONSTRUOSOS
Cuando el demonio deviene en monstruo el problema es de índole terminal. Empieza una metástasis de proporciones nefastas para el individuo. ¿Cómo sucede? Al igual que cualquier otro, este virus se adueña del organismo ante el más mínimo síntoma de debilidad. Y los demonios se debilitan a la par de su portador. El virus aprovecha los espacios vulnerables, los corrompe y se apodera de ellos para instalar allí su letal carga. Así comienza una metamorfosis general.
Quienes lo hemos padecido, y sobrevivido, podemos dar testimonio de la cantidad y variedad de estragos que el curioso animal ha dejado en nuestras ya miserables existencias. El taimado maligno –otrora simple y vulgar demonio-, no tiene por objeto enloquecernos, no. Su objetivo es decididamente matarnos. Y la mayor de las veces lo consigue. Con mano propia o ajena.
En principio, tiene una lengua más filosa que la cimitarra de un sarraceno, y más delgada que una hoja de afeitar, también filosa, claro. Y más veloz en los retruécanos que el más hábil de los magos…o psicoanalista. Nos da las coartadas perfectas, en apariencia, y los mejores argumentos de respuesta a los efectos colaterales. Que son incontables.
Un ogro o una bruja parecen niños de pecho comparados con el engendro surgido de los pantanos más recónditos de las almas.
Son personajes parecidos a –otra vez una película-, aquel ser extraterrestre: Allien. Solo que los que llevamos dentro no saldrán nunca rompiéndonos el pecho. ¡Qué bah! Utilizan de un modo perverso el aspecto humano para acometer sus tropelías. Camuflados de personas destruyen todo a su paso. Hasta que son abatidos como burdos criminales, o suicidados por el último resquicio de lucidez del auténtico. O, en contados casos, reducidos por éstos en un esfuerzo titánico.
La sintomatología varía de acuerdo a la característica del demonio-monstruo y a la de su victima. El entorno del invadido puede intentar diversas curas –sin curas-, aunque lo usual es aislar definitivamente al demonio, al monstruo y al individuo. Suele ser lo más sano. No para evitar un posible contagio sino más bien para no sufrir sus estragos. Los entornos que no perciben esa peste acaban colapsando junto con el pariente. O por el pariente.
Hay que decir que la lucha entre el bicho y la persona es brutal. Imaginemos la mesa de un bar con dos hinchas, uno de Boca y otro de River –O del Madrid y del Barsa-, no importa. Dos fanáticos enfrentados y enzarzados en una dialéctica pueril pero sin piedad, conocedores ambos de las historias reciprocas, lanzándose todo tipo de puyas y golpes bajos, groserías y sonseras; gestos obscenos y guiños desafiantes, y algún que otro puñetazo a la mesa. Así están el individuo y su alimaña. En todo momento, día tras día. Noche tras noche.
Cuanto más de debilita el poseído más se crece la cosa. Tiene más hueco. Más carne en descomposición para alimento.
Quienes lo hemos padecido y sobrevivido –como dije antes-, podemos dar cuenta de la enorme gama de recursos utilizados en la feroz lucha. En la que dejamos, no podía ser de otra manera, buena parte de nuestra condición humana. Porque para someter al bicho tuvimos que convertirnos en lo más parecido a su naturaleza: un bicho. Y así, eso ya no se quita, permanecemos.
El maldito, de todas formas, no muere. Queda atado y maniatado, y en particular, amordazado. No muere. Solo podemos mantenerlos controlados. A él y al resto de demonios que pretendan liberarlo. Son demonios y hacen cosas de demonios. No les importa que el monstruo los devore también a ellos. Bueno, no todos. Algunos demonios hayan incompatible su razón de ser –creen tenerla-, con la del monstruo. Eso nos favorece. No harán nada por evitar que se suelte, pero tampoco van a echarle una mano. Van de neutrales.
En tanto la persona –o lo que queda de ella-, el auto exorcizado, el ex zombie, trata de recomponer lo que aún conserva noble entre las ruinas del combate.
Y para ello nada mejor que visitar otras islas.

lunes, 7 de octubre de 2013

LAS ISLAS DE LA MEMORIA y OTROS DEMONIOS (2º parte)



Lo curioso de estas islas es que no guardan, por lo general, un orden cronológico. Están desperdigadas de un modo arbitrario, casi adrede. Así es que es posible que al arribar a una de esas orillas uno se tope con fantasmas indeseables y se sorprenda de la antigüedad de sus nostalgias. Aunque lo verdaderamente alucinante es la confrontación de estos espectros con nuestros demonios actuales. Un auténtico aquelarre coronado con un estruendoso parloteo infame.  Jaleados por unos y otros, tironeados hasta la extenuación, a veces, revive en nosotros un dulce aroma de panadería que se deshace como una voluta de humo dejando tras de sí otro más ácido y penetrante que poco a poco se convierte en un simple olor a pelo chamuscado. Y es volver de allí y sentir en el paladar un arenoso gusto a refrito de cosas. Por no hablar del ruiderío aún persistente, aunque lejano, como los que deja una indecente discusión de padres en la agonía de su matrimonio.
Hay viajes más placenteros pero de tanto frecuentarlos van perdiendo el encanto. En esos, los demonios retozan aburridos después de recorrer con resignación todos los páramos sin hallar ni un metro cuadrado de conflicto. Son sitios serenos en los que tumbados en la arena cerramos los ojos con una beatífica sonrisa infantil al saber que se aproxima un flan mixto. Por ejemplo. El mismo de los viajes anteriores. Siempre el mismo. Pero no importa, sabemos también que siempre será exquisito. Y para qué tentar a la suerte. Todo lo contrario que lo que sucede en los meandros de otras islas: no queremos saber que traerá el caldo oscuro que nos sirven a regañadientes, y siempre es peor.
Más allá –o más aquí-, de la mano, o dándose garrotazos con la comida, el sexo. Islas donde la erección es sinónimo de naufragio. Es el alimento y la bebida; la ración abundante y la escasa. No hay otra cosa. Ni deseo de otra cosa. Ni hartazgo de otra cosa. Nos espera el sexo y nos despide el sexo. Con quien toque. La isla encontrada posiblemente no tenga amor. Pero tampoco le echamos de menos. Es una refriega exultante y húmeda, desenfrenada. Una maratónica sucesión de equilibrios y combinaciones a un ritmo frenético. Hasta los demonios se quedan absortos sin saber para que lado correr.
Y vuelven agotados de tanto hacerse la paja.
Todos vamos y volvemos de las islas, constantemente. Visitamos unas más que otras; nos rencontramos con fulanas y fulanos que nos hablan sin un antes y sin un después, todo es siempre ahí en ese instante. Un presente que nos es imposible romper con el relato del otro presente del que acabamos de huir. Es aceptar que el libreto de esa obra ya está escrito y solo nos queda repetir una y otra vez el parlamento instituido. Ese es el pacto. La norma.
Aun así, con el susurro de los demonios, por el momento insoportable como el zumbido de los mosquitos en medio de la noche estival, nos dirigimos a esas costas, por voluntad propia o escupidos por el mar que las aúna, y de tanto en tanto, muy de tanto en tanto, los demonios se pierden entre el oleaje y extenuados boca arriba en la playa, abrimos los ojos y ahí está: es la mirada más dulce del universo y la sonrisa más sincera de todas las ciudades que hallamos conocido. Y solo deseamos que dure. Que se quede la escena como un cuadro. Que eso sea, al fin, la eternidad.